Hace veinte años, pensar en una cámara de alta calidad en cada bolsillo era un sueño de ciencia ficción. Hoy, la fotografía se ha vuelto un acto automático, casi instintivo. Apuntar, disparar, olvidar. Con cada smartphone convertido en un estudio portátil, la complejidad técnica de la fotografía quedó en el pasado. Ya no hay que preocuparse por la sensibilidad de la película, la apertura del diafragma o el rebobinado del rollo. Todo es instantáneo, todo es digital.
Y esa inmediatez trajo una explosión sin precedentes en la producción de imágenes. Cada día se toman alrededor de 5.300 millones de fotos en el mundo, más de 64.000 por segundo. En 2024, la cifra total ascendió a casi 1.934.500.000.000 de imágenes, una cantidad difícil de dimensionar. Para ponerlo en perspectiva: si se imprimieran todas en formato estándar y se alinearan en línea recta, podríamos hacer 377 viajes de ida y vuelta a la Luna.
Sin embargo, la fotografía moderna encierra una paradoja inquietante. Nunca tomamos tantas fotos y nunca las miramos tan poco. En la era del rollo, cada imagen era pensada, seleccionada con cuidado y esperada con ansias hasta el revelado. Se guardaban en álbumes, se pegaban con imanes en la heladera, se compartían en reuniones familiares. Ahora, las imágenes quedan enterradas en el abismo digital de nuestros celulares y nubes de almacenamiento. Capturamos, pero no recordamos.
La fragilidad de los recuerdos digitales
Las fotos de antes sobrevivían el paso del tiempo: cajas de imágenes en blanco y negro que contaban la historia de generaciones sin necesidad de una contraseña. En cambio, las fotos digitales son vulnerables, dependientes de servidores, cuentas y tecnologías en constante cambio. Si se pierde el acceso a una cuenta de Google Fotos o iCloud, los recuerdos pueden desaparecer para siempre. Y ¿quién tiene realmente un backup de todo?
Más allá de la pérdida accidental, existe otro problema poco mencionado: el legado digital tras la muerte. Mientras que los álbumes físicos pasan de mano en mano sin dificultad, las fotos digitales quedan atrapadas detrás de contraseñas y bloqueos. Muchas veces, terminan eliminadas por la inactividad de la cuenta. En contraste, esas viejas cajas de fotos siguen ahí, listas para ser redescubiertas, resistiendo el paso de los años sin depender de la buena voluntad de una empresa tecnológica.
La vuelta a la foto impresa: menos es más
Paradójicamente, en la era digital volver a la foto impresa se convirtió en un lujo y un acto de resistencia. “Hace unos meses encontramos una caja con diapositivas familiares de los años 70 y 80. Fue todo un acontecimiento. Conseguimos un proyector y nos juntamos en familia a verlas”, cuenta Alan Monzón, reportero gráfico de Rosario3. “Tener pocas imágenes en formato físico las hizo más valiosas. Muchas veces, menos es más”, reflexiona.
Matías, empleado de una histórica casa de fotografía en Rosario, confirma la tendencia: las impresiones se volvieron regalos con significado. “Ya no es llenar un álbum, sino hacer fotos concretas que recuerden un evento especial: un viaje, un cumpleaños, un casamiento”, explica. Y hay un cambio en la percepción: las fotos en papel invitan a detenerse, a observar con atención. “Parece que las personas les dedican más tiempo a las impresas. Se acercan, las miran con más detalle, hasta las huelen. Como con una pintura”, dice Alan.
Incluso los formatos de impresión han evolucionado. Las clásicas 10×15 cm dejaron paso a impresiones más grandes, estilo Polaroid, fotolibros y cuadros decorativos. La gente quiere integrar las fotos a su espacio, hacerlas parte de su vida cotidiana.
¿Qué quedará de nuestros recuerdos?
La fotografía digital es práctica, pero su mayor debilidad es su fragilidad. No se trata de imprimir todo, sino de seleccionar lo realmente valioso. Crear un testimonio tangible que sobreviva más allá de las contraseñas, las nubes y los dispositivos efímeros. Porque, mientras exista el papel, existirá la imagen. Y con ella, la historia que cuenta.